Aún en invierno, Dios hace florecer a sus hijos

Mi familia está compuesta por mi esposo C. Cristian Maitri, mi hija Aylin, de 8 años, el pequeño Matías de 4 años y yo. Con 12 años de matrimonio y, por la gracia de Dios, 11 en el ministerio pastoral. Actualmente radicados en la ciudad de Purén, al servicio de su Obra. Nuestra familia se ha forjado como las estaciones del año; hemos vivido hermosos veranos, fructíferas primaveras, pausados otoños y largos inviernos, esos que congelan el alma y quitan el aliento, pero siempre hemos visto el amor y misericordia de Dios en nuestras vidas.

Fue el 18 de diciembre del 2017, cuando el gran invierno llegó a nuestras vidas; de la nada, sin aviso, sin pronóstico, sólo llegó, congelando nuestras vidas y fulminando a nuestro pequeño Matías, y a nosotros.

Ese lunes 18, luego de un fin de semana de risas, juegos, ensayos de navidad y alegría, Maty estaba feliz; por primera vez representaría a Jesús en la obra navideña preparada por nuestra iglesia; pero esa mañana la alegría cesó. Al despertar sólo escuché su voz quejumbrosa, sumida en llanto. Al verlo me dijo, tomándose su cabeza, “mamá me duele, mamá no se mueve”. En ese momento supe que algo grave estaba pasando.

Comenzamos un peregrinaje diario a la urgencia del hospital de Purén, donde nunca dieron un acertado diagnóstico, y cada día volvíamos a casa viendo el deterioro de nuestro pequeño. Fiebre, vómitos, incapacidad de caminar, espasmos nerviosos, vértigo, visión borrosa, ojos desorbitados. Todo se iba sumando, cada día se iba apagando y sólo nos refugiábamos en nuestro Dios. Recuerdo a mi hija corriendo hacia la sala de juguetes a orar, cada vez que veía los espasmos de su hermano. Oraba, sólo oraba, con sus ojos en lágrimas mi niña sólo oraba.

Para el Jueves 21 Maty estaba muy deteriorado, se escapaba de nuestras manos. Luego de cuatro consultas previas llegamos a urgencias por segunda vez al hospital de Angol. Fue un día interminable, lleno de exámenes, especialistas y espera. Mi niño seguía sufriendo y apagándose, pero Dios seguía presente; la única certeza que teníamos era que “Dios sostenía la vida de nuestro hijo”. Cerca de las 17:00 hrs, tuvimos el primer diagnóstico acertado, esta vez dado por una  neuróloga infantil, quien diagnosticó una “meningitis invasiva” de origen desconocido. Mi corazón se paralizó, mi mayor temor se hacía realidad. Sabía que podía perder a mi hijo; lo abrecé, conteniendo mis lágrimas. Tomé mi celular y le avisé a mi esposo, que estaba en la sala de espera con mi hija.

Llegó el momento de la punción lumbar (examen doloroso e invasivo). Ver a mi hijo en esa camilla, expuesto a tanto dolor, y yo sin poder hacer nada, me rompió en pedazos. Sólo escuché su frágil vocecita “mami, qué me está pasando”.  Era el inicio del crudo invierno que nos envolvería.

Luego, en el hospital de Temuco, el diagnóstico fue confirmado y se nos dijo: “si no reacciona al tratamiento en 24 horas…lo perdemos”.  Guardamos silencio, sin quejas, sin reclamos, sin demandas y sin preguntas… sólo refugiados en los brazos de Dios. Entonces entregué mi corazón abatido al Único que podía sostenerlo. Sólo así pude tener el valor de entregar la vida de mi hijo en los brazos de Dios.

Ha sido la conversación más difícil que he tenido con Dios, mi mente sabía que era lo correcto, mi corazón necesitaba hacerlo, pero mi humanidad se negaba. Fue allí donde recordé lo que me dijo el paramédico de la ambulancia: “señora, usted ya hizo todo lo que pudo”. Sin embargo, yo quería retener su vida, pero ¿qué podía hacer?… en mis manos nunca había estado… era Dios quién siempre le sostuvo, mi buen Dios no se equivocaría, Maty era su niño. En ese momento pude entender que sólo había “unas” manos en la que mi hijo estaría seguro y esas manos eran las de Dios; y, entonces, sólo entonces, lo entregué a mi Buen Dios, sin demandas, sin exigencias, sin negociar con Dios, sólo lo entregué y obligué a mi alma a sostenerse en Él, a no salirme de sus brazos, aunque el invierno lo consumiera todo.

Pasaron las horas y Maty se apagaba, los pronósticos no eran buenos, a ratos sólo estaban los llantos silenciosos de mi esposo y el mío, despojándonos de lo que en algún momento creímos que nos mantenía fuertes, sujetando nuestros pensamientos y refugiándonos sólo en Él. Por su parte, nuestra hija Aylin sufría su propia tormenta en casa, tomada de la mano de Dios.

Recuerdo las palabras de una hermana “la peor parte de la batalla la vivirás en tu mente” ”no des lugar a pensamientos equivocados, sujeta tu mente y corazón a la Palabra de Dios” …y así fue, cada vez que la duda y el temor venían, me aferraba a las palabras de mi Dios y sus promesas, silenciaba mi mente bajo el salmo que dice “Guarda silencio ante Dios y espera en Él”. Creo que nunca había guardado tanto silencio. Me sostenía en su palabra “No temas, yo estoy contigo” y tantas otras, innumerables de contar.

Dios formó una red que nos sostuvo, alentó y levantó. Nuestras familias, nuestra iglesia de Purén, directivos distritales y nacionales, el Colegio de nuestros hijos, la comunidad de Purén, pastores, pastoras y hermanos de las iglesias de todo Chile estaban con nosotros. Hubo también llamados telefónicos con el consejo preciso, la oración exacta, mensajes en el momento indicado; estábamos sostenidos en los brazos de Dios, a través de una multitud de hermanos y hermanas que clamaban a Dios por nuestro pequeño. Jamás había sentido tanto amor, es impresionante sentirse y verse  rodeado por una multitud de hijos(as) de Dios que lloran y luchan a tu lado.

Fue así como Dios nos dio fuerzas cada día. Cuando Maty no salía de su estado de letargo, los médicos dijeron que si no reaccionaba el daño sería permanente. Luego de unas horas, Matías abrió sus ojos y habló. En ese momento Dios frenó todo, fue evidente cuando Dios dijo “hasta aquí”. Fue allí, cuando de un estado de franco deterioro, comenzó a regresar a nosotros. Su mirada, sus gestos … ¡Sí! … ¡Maty estaba de regreso!, Dios lo había querido así.

Al volver, muchos reflejos ya no estaban. Se había olvidado de comer, su hablar era precario, sus manos no coordinaban, no podía fijar su mirada, no sostenía su cuerpo y, por supuesto, no caminaba.  Pero estaba con nosotros, día a día Dios le fue devolviendo cada una de las habilidades y reflejos que había perdido. Sé que el proceso para él fue difícil, lloraba en silencio, se veían caer sus lágrimas. Pero él sabía que Dios había hecho un milagro; de hecho, una de sus primeras frases fue “casi morí, pero Dios me sanó”…”Jesús me resucitó”.

Al cabo de 15 días de tratamiento específico, Maty salió del hospital sano, sonriendo, feliz y caminando. Eso sólo pudo hacerlo mi Dios. Fue evidente la sorpresa de enfermeros, doctores y nosotros mismos al ver cómo se recuperaba, y, como me dijo un enfermero, “que un niño con meningitis se recupere así, como su hijo, sólo puede ser un milagro”; y así fue, nuestro pequeño fue sanado por Dios.

Hoy continúa su periodo de rehabilitación, pero ya ha vuelto a ser nuestro Maty de siempre. Soy consciente que la historia pudo tener un final distinto; y sé que muchas de ustedes han vivido situaciones difíciles, pero sé también que, sobre la vida y la muerte, sobre la salud y la enfermedad, sobre toda circunstancia, sea buena o mala a nuestros ojos, está nuestro Dios Todopoderoso mostrando siempre su fidelidad, sosteniendo cada vida, conteniendo cada corazón destrozado y obrando a nuestro favor.

 

Me resta dejar con ustedes un texto que me ha sostenido en los tiempos más oscuros:

 “Aún en invierno, Dios hace florecer a sus hijos”. Jeremías Capítulo 17, versos 7 y 8.

Milssis Herrera G.- Iglesia ACyM de Purén

Tomado con permiso de la Revista Betania

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